¿Hasta cuándo?
Paco Roda 10·10·22
Entonces, muchas calles de ese Casco Viejo colonizado por el monocultivo hostelero se dieron cuenta que algo grave ocurría. Es verdad que aquello se arrastraba desde hace años. Pero aquella desescalada salvaje tenía componentes nuevos: la impunidad legal y política y la vergonzosa desprotección vecinal. Porque la autoridad miraba para otro lado.
Aquellas calles y plazas llevaban años asaltadas por cientos de actividades, festejos y eventos de todo tipo y condición. Y por el ruido, la berrea nocturna, el desfase o la rave folklórica de turno. Aquellas calles eran el contenedor marrón de una fiesta sin fin. En muchas, ya irreconocibles y autoexiliadas de sí mismas, la vida había dejado de estar sustentada por la cotidianidad de los quehaceres y el movimiento de sus residentes. Solo servían para vivir al ritmo de las estrategias de la turistificación interna y externa. Pero esto estaba en la agenda de una clase política en absoluta connivencia con ese lobby hostelero que había hecho de este territorio su espacio de ocupación y expoliación a precio de saldo.
Mientras tanto, su vecindad se preguntaba si aquello tendría fin. Si no habría otros relatos legítimos que explicaran y promovieran otra manera de vivir aquí. Y se preguntaban: si se banalizaba la violencia contra las mujeres, cómo no se iba a banalizar aquella injusticia ambiental. Así que aquella vecindad tenía un reto por delante, demostrar que aquella deriva salvaje no era inevitable.
El casco Viejo está llamado a una insurrección, eso pensaban. Pero la cuestión es quién encenderá esa mecha. Quién politizará ese hartazgo. Quién alzará la voz con suficiente fuerza como para poner en pie de guerra política a esos 11.000 vecinos y vecinas desprotegidas. Y no solo por ellos y ellas, sino por otro barrio sin más futuro que vivir en un bar a cielo abierto.