Ciudades que parecen parques temáticos
Andrea Momoitio 1 de octubre de 2019
Leticia echa de menos que sus hijas no puedan ir solas a la escuela. Ella recuerda con cariño los cuchicheos con su mejor amiga de camino a clase, ese frenar el paso para llegar un poco tarde, comprar gusanitos en el quiosco para el recreo. No valoró la libertad de pueblo cuando decidió mudarse a la ciudad, pero entonces ni siquiera sabía que algún día sería madre. Hizo las maletas con mucha alegría y se lanzó a la capital, que no parecía entender de límites. La sillita tardó años en llegar y solo entonces entendió qué era aquello de las barreras arquitectónicas, la conciliación y el buen vivir. Entre su casa y el colegio apenas mediaban 500 metros, pero las señales de peligro se iluminan a cada paso y nunca se ha planteado que sus hijas puedan ir solas. La noticia de la AMPA provocó un sonoro entusiasmo. Iban a impulsar una iniciativa conocida como ‘caminos escolares’, un planteamiento de trabajo conjunto entre la escuela, el Ayuntamiento y las familias para recuperar la autonomía de las criaturas, propiciar el ejercicio físico y facilitar la conciliación.
En el barrio se han marcado varios puntos como lugares de encuentro, claramente señalizados, en los que se indica la hora de recogida. Justo debajo de casa de Leticia, a las 8:40, cada día un adulto distinto se encarga de esperar a las niñas y a los niños de la zona para ir juntos al cole. Una pequeña victoria entre asfalto y hostilidad. Ahora todas van más contentas, pero aún queda un problema por resolver: de camino a clase no hay ningún quiosco para comprar gusanitos. Hace años que cerraron el último del barrio porque cada vez menos gente compra el periódico y seguro que las criaturas comen cada vez menos chucherías.
En las ciudades no solo se cierran los quioscos. El comercio tradicional es una rara avis en las principales urbes europeas, que han convertido sus centros históricos en escenarios para Instagram. El turismo es un viejo negocio, que arrasa gracias a la proliferación de cadenas hoteleras y compañías aéreas low cost. Mientras, entre codazo y codazo, la ciudadanía local resiste al deterioro de sus territorios. Resulta cada vez más complicado encontrar resquicios de autenticidad en las calles, la población tradicional se desplaza a las periferias y el Big Mac pronto representará a la comida tradicional de todo el planeta. Pasen y revienten su colesterol. Disparen fotos; compren llaveros e imanes; hagan excursiones; compren helado italiano, estén donde estén; no olviden el free touralternativo. Premio para el primero que conozca a alguien local. Elija el próximo destino y vuelva a empezar. Hay mucho mundo por recorrer. Según la Organización Mundial del Turismo, en 2018, se registraron 1.400 millones de viajes turísticos, un 6% más que el año anterior, una cifra que superó las expectativas del organismo. Europa acogió 713 millones de turistas internacionales y 86,2 de ellos llegan a algún punto del Estado español, que sigue siendo un destino turístico muy habitual. Mientras los organismos internacionales celebran las cifras y empiezan a hablar de la necesidad de caminar hacia formas de turismo más sostenibles, las ciudades-objeto son cada vez más dependientes de esta industria. Allí donde prolifera el turismo sin control, cada vez resulta más complicado encontrar vida.
Las vecinas están quemadas. En algunos territorios, resisten organizando plataformas, pintando en las paradas ‘Tourist go home’ o plantando verduras en las plazas, entre terraza y terraza. Defender los territorios hoy es defender los desangelados parques, los columpios destrozados por la falta de mantenimiento, las fuentes públicas, las piscinas municipales o esa vieja mercería, que parece congelada en la tiempo, invisible para los y las turistas. En algunos barrios, en muchas ciudades, ya no es posible comprar ese botón que te falta en el abrigo y pronto nadie te guardará un rato la bolsa de la compra para que puedas correr a hacer otro recado. Tendrás que elegir un nuevo abrigo y dejar tus cosas en alguna taquilla.
Al desplazamiento de la ciudadanía de sus barrios a las periferias de las ciudades o la desaparición del comercio tradicional para dar paso a grandes multinacionales tenemos que añadir la imposibilidad de acceder a los servicios básicos cerca de casa. Esto afecta especialmente a las mujeres, que ven cómo sus jornadas de trabajo remunerado y cuidados se complican ante una ciudad que dificulta la vida. Si desaparece la tienda de ultramarinos del barrio, hacer la compra se convierte en una misión y en una oportunidad de negocio para Amazon. Sin tiendas cerca y rodeadas de gente que va y viene, las vecinas ya ni saben que lo son. El comercio tradicional desaparece y con él, uno de los principales lugares de encuentro para la gente.
El mercado de abastos ha sido tradicionalmente uno de los corazones de la ciudad, el que late con más sabor. No podía ser de otra manera:son, al fin y al cabo, esos lugares en los que se pueden adquirir las cosas importantes de la vida. Fruta, carne o pescado. El mejor género, la comida más fresca; en el mercado, comerciantes y clientes se encuentran, discuten el precio y se agradecen la visita. Las y los vecinos se saludan, preguntan por la familia, se ayudan con las bolsas. Montserrat Crespí Vallbona disfruta visitándolos. Es doctora en Sociología y profesora asociada en la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona. Entre sus investigaciones, destacan las vinculadas a la transformación que han vivido estas plazas en las últimas décadas. Crespí conoce especialmente los de Barcelona, su ciudad. Igual que ha ocurrido en otros territorios, se han transformado completamente con el turismo; los mercados han cambiado mucho, pero han sobrevivido también gracias a éste.
“Tienen tanto éxito para las y los turistas porque son reflejos exactos de cómo es una sociedad. En este mundo tan globalizado, en el que puedes encontrar un Starbucks en cualquier lugar, la cultura de cada territorio se diluye. Ya no se sabe qué es propio y qué no lo es. En el mercado todavía podemos ver cuáles son los gustos propios de una sociedad, cómo es su cultura: desde qué se come hasta cómo se corta la carne. Si en un mercado hay más zumos y comida take away que otra cosa, estamos ante un ejemplo claro de turistificación”. El cambio de los productos que están a la venta y el perfil de las personas que visitan el mercado son dos de los principales indicadores del exceso de turismo, que es evidente tanto en Barcelona como en los mercados de Madrid o de Bilbao. No solo las visitas extranjeras favorecen a este fenómeno. Turistificar también es tomar el vermú en el mercado de Lavapiés.
Las personas que acuden habitualmente a la plaza se quejan de tanta visita, de los flashes mientras hacen la compra, de los grupos que colapsan los pasillos estrechos. Crespí lo tiene claro: la solución pasa por la regulación. “En el mercado de la Boqueria ya está prohibido que entren grupos organizados de más de 15 personas, aunque se sabe que entran separados y se juntan de nuevo dentro”.
En el recién reinaugurado mercado de Sant Antoni también se ha aprobado una reglamento para conciliar el negocio entre el público tradicional y el visitante. “No soy partidaria –dice Crespí– de que no puedan venderse zumos, pero tienen que conciliarse los distintos intereses. ¿Quién va a comprar a los mercados? Hay muchos que no podrían sobrevivir si no es por el turismo y las instituciones tienen que permitir que de alguna manera hagan negocio. Es un trabajo muy duro, en el que hay problemas de relevo generacional”. En Sant Antoni podrán vender zumos, pero los productos destinados al público visitante no pueden ocupar toda la mercancía de un puesto.
Hay barrios y ciudades que, por una cosa o por otra, se ponen de moda. Alguna compañía barata decide aterrizar cerca o se extiende por la ciudad que hay una nueva zona por descubrir, generalmente alguna que ha estado tradicionalmente marginada. En ese momento en el que cientos de ojos se ponen sobre una zona, la zona cambia automáticamente. Los comercios se adaptan a las nuevas visitas, abundan los bares y la gente más joven quiere vivir cerca de los garitos de moda. Toda la cerveza es artesanal y empieza a dar apuro preguntar qué es la macrobiótica.
Los alquileres se ponen por las nubes y viejos locales destartalados se convierten en tiendas de diseño. Los parques siguen en su sitio, pero rodeados de terrazas que impiden que te acerques al tobogán. Entre columpio y columpio, un par de mesas del bar que está al otro lado de la calle. Empieza a darte vergüenza sentarte en los bancos de tu barrio con una lata y un paquete de pipas. Corres el riesgo, además, de ser fotografiada por algún turista descarado. Hablamos de turistificación cuando empezamos a no estar cómodas en nuestra propia casa porque el trasiego no cesa. El ruido de las maletas te despierta y todos los días alguien te toca el timbre pensando que tu casa es un hostel. Lo sabe bien Irantzu, que vive en una calle peatonal, llena de comercios de hostelería, en el corazón de Bilbao. En su portal, al menos dos o tres casas son viviendas turísticas, pero ninguna está legalizada. El bloque que tiene al lado es un hotel. Los restaurantes de su calle no tienen cocina, traen la comida preparada de un catering y solo la calientan. Los guiris parecen encantados y encontrar una carta en euskera empieza a ser tan complicado como hallar una ensalada sin queso de cabra. Empieza a estar un poco harta.
Privatización de lo público
Las paredes del Casco Viejo bilbaíno están repletas de mensajes contra el turismo, pero es que su presencia ha sido un auténtico atropello en los últimos años. La ciudad viva, la oscura ciudad, de ojos metálicos, el Bilbao de las canciones de Doctor Deseo, ha sido siempre una ciudad cañera que, tras la gran crisis industrial, representa a la perfección qué es eso de una ciudad neoliberal. El gobierno conservador del PNV, que arrasa en las urnas, promueve un modelo de ciudad que centra gran parte de su estrategia económica en el turismo. Economía de monocultivo. Igor Ahedo conoce bien los entresijos del botxo. Es profesor del Departamento de Ciencia Política de la UPV/EHU.
“La ciudad neoliberal promueve una privatización de lo público. Si antes la calle era expresión de conflictividad, pasión y pulsión, ahora Bilbaoes el escaparate de la ciudad sin conflictos. En esa configuración de ciudad, entendida como un teatro de la utopía sin clases, vemos cómo las fotografías de la ciudad muestran monumentos, pero no personas. Acabarán contratándonos para que los turistas vean cómo se vive en Bilbao, para que entiendan lo que es esta ciudad y no se vayan a Noruega”, dice. “La ciudad neoliberal –sigue– tiene que hacer evidente su poder y son las barredoras el ejército posmoderno, el que nos señala como sucios”. Es prácticamente imposible encontrar un ápice de mierda en las calles de Casco Viejo, mientras otros barrios se hunden en ella. La turistificación exagera un viejo problema: el abandono de los barrios en pro de las zonas más visitadas.
Las ciudades, esas construcciones gigantes que parecen ajenas a su dependencia de la naturaleza, esos escenarios de vida intrépida, descontrol, de ruidos, tráfico; las montañas de asfalto, que creíamos que podrían ser ajenas a la vida, se enfrentan ahora a ser observadoras de su propia extinción, que algún turista osado emitirá por Instagram. Mientras sigamos creyendo que algunas sí tenemos derecho a viajar, solo nos queda saber cuál será la primera de todas en convertirse en un simple escenario. Acabarán construyendo nuevas ciudades para acoger a los expulsados, pero seguro que querremos visitarlas.