No lo llames gentrificación si no hay desplazamiento
Gema Lozano 2 de noviembre de 2017
Ahí, donde antes estaba la tienda de ultramarinos de toda la vida, ahora se abre una de productos de alimentación y cosmética de origen 100% ecológico. Y aunque la peluquería del barrio cerró, ahora existe una barbería para el cuidado capilar de los hípsters (perdón, vecinos) de la zona y aledaños. Es la cara más evidente a primera vista (y tópica) de la gentrificación de una zona, pero ¿hay algo de malo en ello? «No tendría por qué haberlo si se limitase a cosas como estas. Pero si ya hablamos de gentrificación, entonces sí estamos refiriéndonos a algo negativo».
Porque la gentrificación, sigue explicando Álvaro Ardura, implica un desplazamiento de población. En concreto, la de los estratos sociales más bajos que no pueden permitirse seguir viviendo en sus casas y ven cómo el barrio en el que han vivido toda la vida cambia a su vecindario por gente de clase media/alta.
«Es cierto que el fenómeno suele ir acompañado de una mayor inversión en la zona, lo que se traduce en la mejora, en muchos casos, de los servicios y de la propia estética. ¿Pero de verdad merece la pena que ese “adecentamiento” sea a costa del desplazamiento de la gente más vulnerable?».
Y eso, añade, «lo dice un arquitecto, a quienes nos encanta embellecer las calles y las plazas, aunque no a cualquier precio». Además de arquitecto, Ardura es coautor, junto al sociólogo Daniel Sorando del libro First We Take Manhattan. La destrucción creativa de las ciudades, donde recogen diversos ejemplos del fenómeno tanto dentro como fuera de España.
A alguno de ellos hará referencia durante la charla que impartirá en la próxima edición del festival Urbanbat*, que este año lleva precisamente el título Desplazamientos.
Barricadas para combatir el desplazamiento es el de la intervención de Ardura. «Suena bélico, pero es que, en realidad, el proceso es violento. Comienza con una violencia de tipo económico, generalmente, y puede producirse de manera soterrada, cuando el deterioro del barrio se produce de una manera más o menos progresiva; o más evidente, cuando se producen casos de bullying inmobiliario».
Y añade: «La elección del término “barricada” en lugar de “trinchera”, por ejemplo, tampoco es casual. La primera alude a un tipo de respuesta espontánea y autoorganizada de la gente como respuesta cuando se siente agredida». Concluye aclarando su no intención de «llamar a las armas» a nadie; «de hecho, la respuesta ciudadana ante este tipo de situación no suele ser violenta (aunque algún caso haya habido )».
La mayoría suelen ser pacíficas y pueden llegar a ser muy efectivas. «Los movimientos sociales pueden hacer mucho a la hora de cambiar las agendas políticas y lograr así la respuesta necesaria de las administraciones para revertir la situación». Porque, en su opinión, uno de los principales problemas de la gentrificación es que hay quien aún no ve ningún problema en ella.
«Ocurrió algo parecido con el turismo. Hace un par de años nadie veía un problema. Fueron asociaciones vecinales y otros actores que no cuentan con competencias políticas ni los recursos necesarios los que se encargaron de hacer entender a la opinión pública que sí que lo era, sobre todo en lugares como Barcelona».
Sin esa concienciación rara es la intervención de los organismos públicos, quienes sí disponen de los recursos para dar las respuestas adecuadas. «Dependiendo de los plazos de actuación, existen distintas soluciones. Las más efectivas son las medidas de limitación de precios. Pueden dar resultados en el corto plazo, pero llegan a ser contraproducentes en el largo».
Ardura sabe que hablar de este tema es entrar en un jardín espinoso. «Ciertos economistas lo primero que sacan a colación cuando hablas del tema son las “Rentas Antiguas” de la Ley de Arrendamientos Urbanos de 1964. Pero lo que yo y otros muchos proponemos no es una limitación de la actualización de los precios de alquileres tan radical como la que imponía aquella (era tal que algunos propietarios preferían dejar de invertir en el edificio para que acabase hundiéndose o, en el peor de los casos, provocar ellos mismos incidencias para acelerar ese deterioro y obligar al abandono por parte de los inquilinos)».
El arquitecto y profesor de la Universidad Politécnica de Madrid, por el contrario, se remite a casos como los de Berlín o París donde se están llevando a cabo medidas similares a las que él propone: «Se trata de aplicar esas limitaciones en los precios de alquiler no de forma generalizada, sino en determinados barrios y durante un periodo tiempo. En definitiva, no se pretende que los propietarios no puedan actualizar sus beneficios, sino que lo hagan de forma razonable para no “calentar” el mercado y perjudicar así a los más desfavorecidos».
Aunque, en su opinión, la solución más efectiva al largo plazo es la creación de un parque público, o controlado públicamente, de vivienda en alquiler social a precios fuera de mercado «que compita con el privado y que garantice el acceso a la vivienda de los más vulnerables».
Otro de los problemas que Álvaro Ardura advierte, quizás no tan grave desde el punto de vista social, aunque sí lingüístico, es el de la propia devaluación del término gentrificación. Acuñado por Ruth Glass en 1964 en un estudio sobre el fenómeno que comenzaba a advertirse en el centro de Londres («en realidad fue allí donde se originó, aunque Daniel (Sorando) y yo nos referimos a Manhattan en el título de nuestro libro porque en Nueva York se desarrolló de forma más violenta») es un concepto del que, en ocasiones, se llega a abusar.
«Si no implica desplazamiento de las clases más desfavorecidas, no hay gentrificación. Hay situaciones en las que pueden darse ciertos elementos comunes, como el malestar en el vecindario por la afluencia masiva de turistas, pero que realmente no se puede llegar a hablar de gentrificación».
Para estar gentrificado, además, un barrio ha tenido que pasar por una serie de fases. La primera ocurre durante el ya mencionado periodo de degradación o abandono que puede ser más o menos prolongado en el tiempo, casi de forma histórica («como el caso de Lavapies en Madrid, por ejemplo») o, por el contrario, intencionado. En una entrevista en El País, Ardura mencionaba entre estos últimos casos al de El Cabanyal, en Valencia, donde las intervenciones urbanísticas en la zona por parte del ayuntamiento aceleraron el proceso de degradación del popular barrio pesquero.
Tras el abandono llega la estigmatización. Los precios de viviendas y locales caen, nadie quiere vivir en el barrio, lo que puede ser aprovechado por ciertos inversores, públicos o privados, que compran barato para tratar de vender caro. Los denominados «pioneros urbanos», personas con profesionales liberales (normalmente) a los que nos les importa convivir con minorías raciales o con presencia de droga y prostitución (siempre que la zona les agrade por algún motivo), son los que acaban de cerrar el círculo al favorecer el cuarto paso de gentrificación: la mercantilización.
El barrio se pone de moda y llegan las inversiones. Pero los precios de la vivienda suben de tal manera que los que disfrutan ahora de las mejoras del barrio ya no son la gente de toda la vida. Ocurrió en el Bronx, Kreuzberg (Berlín), Dalston (Londres), Malasaña…
Hasta ahora circunscrito al centro de las ciudades, el fenómeno comienza a amenazar con expandirse al extrarradio. «Como el centro ya está gentrificado, hay parte de esos pioneros urbanos que comienzan a buscar otras zonas en la primera periferia, más o menos bien comunicadas. Está ocurriendo ya en determinados barrios de Nueva York o París y mi interés ahora es detectar si también se está comenzando a dar en alguna ciudad española».