Solo para turistas
Manuel Delgado 20 de mayo de 2016
Muchas ciudades europeas están sufriendo una auténtica plaga en forma de masas de turistas que se apropian de barrios enteros proclamados «históricos» o «tradicionales», que se ven crecientemente vaciados de lo que fue su gente. El riesgo en este caso es culpabilizar al turista de ello. El problema no es que haya turistas, sino que sólo haya turistas. No son los turistas quienes han convertido barrios y ciudades en parques temáticos, sino la gestión de la ciudad como negocio y como dinero. El proceso de sustitución de clases populares por la nueva clase turista está sucediendo contra los intereses de una buena parte esos mismos turistas, que es probable que hayan ido al encuentro de una realidad humana y urbana que se les escamotea.
Lo que el turista contempla no son ciudades reales, sino un mero decorado preparado para él. Esas zonas urbanas tematizadas –a veces ciudades enteras– son pura fachada, una fachada tras la cual no suele haber nada, como tampoco lo hay alrededor. En torno a los monumentos y los «lugares emblemáticos» sólo hay espacios al mismo tiempo fantásticos y fantasmáticos, concebidos sólo para los ojos de un turista al que se han vendido ciudades-abalorio, zonas acotadas en que se escenifican todo tipo de tópicos, caricaturas de realidades culturales que se despliegan ahora deformadas y ridículas, convertidas en pantomimas con que divertir a quien en realidad se está engañando. Esos decorados «históricos» o «idiosincrásicos» son falsificaciones o parodias, estafas de las que el turista es la primera víctima, puesto que se le ofrece un producto adulterado, una mala imitación de lo que las agencias, los operadores y las guías les prometieron.
La oferta turística manipula un material que no puede ser otro que el de una cierta imagen de autenticidad. A través de sus operadores públicos o privados, la ciudad que recibe al turista no puede sustraerse de brindarle a éste lo que éste le pide, que no es sino la confirmación de un cierto sistema de representación que el visitante debe ver confirmado y que no puede en modo alguno ser ni desmentido ni contrariado. La ciudad que ha sido total o parcialmente dispuesta para atraer al consumidor turístico, tanto las autoridades como buena parte de los propios habitantes –sobre todo los más directamente involucrados en el fenómeno y su dimensión económica– saben que es lo diferente, lo particular, lo genuino lo que deben mostrar enfáticamente, conscientes como son de lo que se espera por parte del forastero que acude a visitarlo. Los turistas vienen a ver «lo que hay que ver», esos puntos de las guías turísticas marcados como saturados de poder evocador y de valores simbólicos, enclaves que no pueden ser soslayados, y que son los que justifican en torno a ellos todo tipo de infraestructuras y equipamientos. Por otra parte, el turista no espera en realidad nada nuevo, nada que no sea demostrarse a sí mismo y a quienes exhiba luego los testimonios de su desplazamiento, que de veras existe todo aquello que antes le enseñaron las películas, los reportajes televisivos, las revistas de viajes, los libros ilustrados, los prospectos de promoción.
Y es que la turística es un tipo de industria cuya función es la de proporcionar el cumplimiento de sueños. Se cumple así el presagio de Alvin Toffler que, a finales de los sesenta del siglo pasado, adivinaba ya la aparición de potentes industrias basadas no ya en manufacturar productos ni en ofrecer servicio alguno, sino en hacer posibles lo que llamaba «industrias de la experiencia» y auguraba para ellas que acabarían constituyéndose en uno de los pilares del triunfo final de una economía post-servicio. Puesto que se va en pos de la confirmación de sus ensueños, al turista se le ofrece sobre todo lo falso, paradójicamente presentado como lo verdadero. En nombre de la preservación de cascos históricos se generan entonces proscenios huecos que, a pesar de que pretenden encarnar lo vernacular de cada ciudad, se parecen cada vez más unos a otros. Nada más parecido a un centro histórico museificado que otro centro histórico museificado. Por mucho que los edificios y monumentos principales sean distintos, uno siempre tiene la impresión de pasear por las mismas callejuelas llenas de los mismos establecimientos para turistas y, por supuesto, de los mismos turistas. La disposición de estos auténticos no-lugares trata de responder la exigencia que el turista plantea de una parcela de utopía urbana, un universo sin contradicciones ni traumas, pasaje a una burbuja de coherencia y continuidad en un mundo como el nuestro, cada vez más fragmentario e incongruente.
El centro “histórico” o el barrio «pintoresco» —los cascos viejos vascos se me antojan un ejemplo de ello—, constituyen intentos de triunfo de lo previsible y lo programado sobre la vida urbana real, esas calles y plazas en que, día a día, todo se junta y amontona, porque en ellas y por ellas transcurre lo bueno y lo malo de la vida. En cambio, en la ciudad de mentirijillas en la que se encierra a los turistas todo está siempre bajo control y no caben ni la sorpresa ni el sobresalto. Por eso hay que procurar que los turistas no se desvíen nunca de los circuitos marcados para ellos, puesto que en sus márgenes la ciudad verdadera no deja nunca de acecharles. Fuera de los hitos señalados en el plano que el turista maneja, un poco más allá, no muy lejos de las plazas porticadas, las catedrales, los barrios singulares, los museos de formas inverosímiles…, se despliega la ciudad a secas, lo que el turista no debe ver, lo que hay, lo que se opone o ignora el sueño metafísico que las guías prometen y no pueden brindar y que es una ciudad transparente y dócil que, quieta, indiferente a la vida, se pavonea de lo que ni es, ni nunca fue, ni será. No hay «ciudades históricas», porque toda ciudad es, por definición, una historia interminable.